viernes, 26 de febrero de 2010

Poemanía Nº 166 - Vicente Gerbasi

POEMANÍA



la manía del poema…

Hoja literaria de aparición virtual

Nº 166/2008






“Yo creo que un poeta debe estar

al margen de lo contingente, aunque

todo lo contingente lo toque. Pero

debe sumergirse en una vida poética

y, a la larga, hacerse vida y la de los demás...”

Jorge Teiller







Poeta invitado: VICENTE GERBASI (*)





Mi tierra




En la yerba tostada por el día, el sueño del caballo
nos rodea de flores, como el dibujo de un niño,
mientras la fruta cae del espeso follaje plateado,
que tiembla y brilla en las cigarras de una luz solitaria.
¿En qué edad vivo, ahora que atravieso esta soledad de fuego,
esta tristeza donde muge el toro en lontananza, esta nostalgia
donde el cacto crece entre las colinas y va hasta el horizonte,
esta monótona melancolía de la paloma torcaz, escondida,
aquí junto al río, más allá, no se sabe dónde, junto a la muerte,
bajo el cielo límpido que transporta alguna nube ardiente?
Ando entre derretidos espejos donde la flor se desfigura,
donde la miel resbala con el cuerpo deforme de los árboles,
por donde el ave pasa con un efímero temblor de iris.
La tierra muestra sus rojas heridas, sus pedruscos, sus cuevas,
sus grandes hormigas, sus gruesas hojas aceitosas, sus palmas,
sus viviendas de barro, donde el hombre cuelga su guitarra.
La gente seca en el viento del sol pieles de toro,
muele el maíz, hace el almidón, teje la fibra dorada,
mas anda como invisible, en silencio, en la pesadumbre,
en el humo del tabaco, buscando yerbas medicinales.
Interrogo y no recibo respuesta, y sólo alguna voz,
desde una puerta oscura que guarda la pobreza,
me dice: "Cuídate de la muerte en estos campos de la soledad",
y vuelve a esconderse, mientras el viento mueve sus llamas,
y levanta el polvo entre las resecas espigas,
entre los ancianos que permanecen sentados junto a la ceniza.
Nada de hecho, sólo siento el sol, silbar la serpiente;
nada he dicho aún, sólo sé que amo esta gente sonámbula,
que del mundo sólo conoce esta tierra roja, estas colinas rojas,
donde crece la vegetación más amarga y sedienta.
Nada sé, sólo oigo pasos, voces y cantos quejumbrosos,
y por la tarde veo que llevan un ataúd hacia la noche.





Te amo infancia, te amo


Te amo, infancia, te amo
porque aún me guardas un césped con cabras,
tardes con cielos de cometas
y racimos de frutas en los pesados ramajes.







En el fondo forestal del día



El acto simple de la araña que teje una estrella
en la penumbra,
el paso elástico del gato hacia la mariposa,
la mano que resbala por la espalda tibia del caballo,
el olor sideral de la flor del café,
el sabor azul de la vainilla,
me detienen en el fondo del día.

Hay un resplandor cóncavo de helechos,
una resonancia de insectos,
una presencia cambiante del agua en los rincones pétreos.

Reconozco aquí mi edad hecha de sonidos silvestres,
de lumbre de orquídea,
de cálido espacio forestal,
donde el pájaro carpintero hace sonar el tiempo.
Aquí el atardecer inventa una roja pedrería,
una constelación de luciérnagas,
una caída de hojas lúcidas hacia los sentidos,
hacia el fondo del día,
donde se encantan mis huesos agrestes.






Escritos en la piedra


En el valle que rodean montañas de la infancia
encontramos escritos en la piedra,
serpientes cinceladas, astros,
en un verano de negras termiteras.
En el silencio del tiempo vuelan los gavilanes,
cantan cigarras de tristeza
como en una apartada tarde de domingo.
Con el verano se desnudan los árboles,
se seca la tierra con sus calabazas.
Pero volverán las lluvias
y de nuevo nacerán las hojas
y los pequeños grillos de las praderas
bajo el soplo de una misteriosa nostalgia del mundo.

Y así para siempre
en torno a estos escritos en la piedra,
que recuerdan una raza antigua
y tal vez hablan de Dios.






Penumbras secretas


Encontré la desdicha al amanecer,
en un caballo que sangraba
con la cabeza un poco caída en la yerba
y el llanto de mi hermana de dos años
que había sido operada en el vientre.

Yo sentí un poco de sangre en las manos,
un dolor triste como un cabrito degollado,
una piel puesta a secar sobre las piedras.
Anduve por el aire frío de las últimas estrellas
donde moraban gallos dispersos,
y sentí mi propia presencia
en un árbol iluminado en el fondo de la casa.

El día acogió el caballo herido
con el llanto de mi hermana en los ojos.
El día me recluyó en los rincones oscuros.
Seguí siendo un triste que espanta las moscas de la tarde
o dibuja una iglesia rodeada de aves marinas.






Realidad de la noche

Una sombra de una almendra amarga
saboreo en medio del mundo.
Debajo de mis parpados se encierra el furor de la noche
y detrás de los días esta el rumor del mar contra las escolleras.
Mis sentidos resuenan en la bóveda del cráneo,
en la tiniebla cóncava de las luciérnagas.
Hay un derrumbe de la noche como carbón
en mi costado izquierdo
un espanto de agua.
Sombra de la arboledas venenosas, redondos follajes relucientes
refugio de los mendigos bajo los fuegos artificiales.
Sombras detrás de las ventanas,
sombra de la sábana, de la silla, de la lámpara.
sombra de los epilépticos, de los paralíticos, de los ciegos.
Sombra de las medicinas, de los relojes, de los sombreros.
He aquí mis manos moviendo lo cotidiano,
sostén mudo, simple convicción de la muerte.
Soy un testigo, desterrado en las avenidas crepusculares,
en los martes de carnaval,
con hijos que llegan a la rodilla.
Me persigue el presentimiento como una máscara nocturna.
caen estrellas en la llanura, al borde las ciudades.
Las manos que hacen el plan socavan la noche.
Las lámparas iluminan el pan.






Mi padre el inmigrante

I
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,
donde vive el almendro, el niño y el leopardo.
Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,
con volcanes adustos, con selvas hechizadas
donde moran las sombras azules del espanto.
Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,
solos en la tristeza de lejanas estrellas.
Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan
ráfagas seculares.
Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.
Atrás queda la angustia con espejos celestes.
Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:
engendrador de vida, engendrador de muerte.
El tiempo que levanta y desgasta columnas,
y murmura en las olas milenarias del mar.
Atrás queda la luz bañando las montañas,
los parques de los niños y los blancos altares.
Pero también la noche con ciudades dolientes,
la noche cotidiana, la que no es noche aún,
sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas
o pasa por las almas con golpes de agonía.
La noche que desciende de nuevo hacia la luz,
despertando las flores en valles taciturnos,
refrescando el regazo del agua en las montañas,
lanzando los caballos hacia azules riberas,
mientras la eternidad, entre luces de oro,
avanza silenciosa por prados siderales.








Los oriundos del paraíso


Los oriundos del Paraíso
inventaron las orquídeas
que mueven el silencio de las horas.
Los oriundos del Paraíso
hicieron de un rubí
el ave que nos acostumbra
a la tristeza
del Orinoco sombrío.
Los oriundos del Paraíso
lanzaron
las más bellas mariposas
que vuelan entre las ramas
de los viejos cafetales de Canoabo.
¿y qué es Canoabo? ¿Quiénes lo hicieron?
Lo hicieron los oriundos del Paraíso.
Allá donde toda la vastedad
suena en los montes.






(*) Vicente Gerbasi: nació en Canoabo (Venezuela) en 1913. Poeta y ensayista, hijo de un inmigrante italiano, se trasladó a Italia y cursó los estudios secundarios en Florencia. De regreso a Venezuela, trabajó durante algún tiempo como publicista, pero pronto se entregó con enorme vocación a la literatura. Entre 1926 y 1941 fue miembro destacado del grupo y revista Viernes, junto a importantes poetas del momento. Perteneció al cuerpo diplomático de su país por largos años, representándolo en diversos países de América y Europa. Su primer libro de poemas, “Vigilia del náufrago” fue publicado en 1937. Tres años después fue editado “Bosque doliente”, al que siguieron “Liras” (Premio Municipal de Poesía, 1941), “Poemas de la noche y de la tierra”, “Mi padre el inmigrante” (su obra cumbre, en 1945), “Los espacios cálidos” (1952) y “Poesía de viajes” (Premio Nacional de Literatura 1969).En 1982 recibió el premio Conac de poesía al mejor libro del año con “Edades perdidas” y fue nombrado además Profesor Honoris Causa de La Universidad Simón Rodríguez de Caracas. En 1992, poco antes de su muerte, fue nombrado Director Emérito de la Revista Nacional de Cultura

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